sábado, 25 de septiembre de 2010

La vida no nacida. Fragmento.

     De tanto mirar películas porno con actores mogólicos terminé aprendiéndolo todo sobre mi propia muerte. El porno clásico no lo soporto, me aburre y ni un pelo puede moverme. Es cierto que el porno hardcore me gusta, pero me aturde tanto que apenas comienzo a hacerme la paja ya estoy acabando, dejándome en la boca algún gusto agrio. En cambio las porno con mogólicos pueden mantenerme en cierto nivel de flotación sin que después de algunas horas tenga ganas de masturbarme y acabar con esa viscosidad que me envuelve de modo tan agradable. Más bien me siento levitar sobre mi excitación, recorrerla sin extenuarla, pensarla sin disolverla, es como si esas películas encontraran cierta frecuencia o modulación del aturdimiento que sosteniéndolo como deseo no le permitieran el exceso, el colapso o la consumación. Cuando el doctor habló de mi tumor cerebral informándome de los pocos días que me quedaban de vida, pensé que eso que me pasaba con el porno down es lo que pretendía para mi muerte.



     Desde entonces vivo preguntándome por qué las películas de porno down me calientan de ese modo tan raro mientras que las otras no pueden siquiera interpelarme. Entiendo que el problema del porno clásico es aquello mismo que lo hace existir: la literalidad absoluta con la que se permite omitir el juego burgués del erotismo, su lógica del secreto y la promesa del develamiento.
     Lo que a la gente seguramente le atrae del porno es que lo que muestra es sólo lo que muestra, sin pliegues ni falsos recovecos, pero eso que atrae también es lo que expulsa: de pronto comprendemos que ya no hay nada que continuar viendo, como si el camino de la literalidad quedase trunco porque ya siempre está al borde de la insignificancia. Pienso que no se trataría tanto de comprensión, no tanto de la puesta en escena de una cadena de significantes que al ratito entendemos que no pretende ningún significado, tampoco de la mayor o menor capacidad de los cuerpos de los porno stars de resguardar todavía la promesa del develamiento, sino de la capacidad física y mental del espectador de soportar su propio aturdimiento.
     En ese sentido, el porno siempre está jugando con un límite antropológico, siempre en el umbral de la náusea. Que duren una hora, una hora y media, incluso dos horas, en el fondo viene a revelar el sueño de hacer del porno un arte mayor ligado a las vanguardias; el sueño, digo, de interpelar al espectador físicamente haciendo una obra de arte que produzca erección, náusea o que tenga la fuerza que tiene el hambre.
     Sin embargo, con su expansión en internet, hoy el porno se reduce a pequeñas escenas que duran entre diez y quince minutos, como si la industria hubiese abandonado esa pretensión entendiendo que la finalidad y el límite del espectador es entretenerse haciéndose la paja durante un rato.
     Las películas con mogólicos superan en general las cuatro horas de filmación. Siempre el mismo plano secuencia, siempre el mismo regodeo en el primer plano de los rostros y en la dilatación del ano. Tanto en un sentido moral como estético, el realismo se vuelve crudo pero no tiene nada que ver con ninguna pretensión vanguardista.
     Me acuerdo de la película “Anochecer de un día agitado” de Ariel Marlon. A la mitad del rodaje, como si nada, Pablo Lapiedra en pleno amasijo y sin haber acabado saca el pene del ano del compañero y se toma un rato para chupar la pajita de un jugo de naranja. Entre tanto el compañero aprovecha para comerse un sándwich mientras se escuchan las voces de los técnicos haciendo algunos chistes. La cámara del Marlon los sigue filmando, integrando esas escenas al rodaje general. Cuando los actores retoman la escena, tampoco se preocupa en echar al perro que se dedica a olfatear los cuerpos entrelazados, cruzándose constantemente frente a la cámara o tirándose a dormir junto a ellos. Al incluir esos tiempos muertos en la filmación, acciones insignificantes y no previstas, desplazamientos que remiten a un afuera inconexo de la escena, Marlon no crea ningún efecto de relajamiento sino que al establecer un mismo continuo entre la literalidad porno de los cuerpos penetrándose y la banalidad cotidiana de movimientos intrascendentes logra que el aturdimiento de la literalidad se desplace sobre el campo de lo mínimo: estar entre las cosas, tomar un vaso de jugo, comer un sándwich, sentarse en un sillón.
     Ese es el efecto de conmoción que, al menos en mí, logran las películas porno con actores down, poner en el mismo plano la literalidad porno y la literalidad del mundo. Extraer de los mogólicos penetrándose la misma náusea que provoca la revelación de la existencia de las cosas. Pero al revés también: logran que la existencia –la exhibición- de las cosas y las acciones mínimas muestren su núcleo porno, su vejación contenta, su impudicia.
     Quizás lo que me calienta es la indiferencia de los mogólicos con respecto a lo que hacen. Esa desaprensión elimina cualquier finalidad. De pronto me parece que en las películas ni siquiera importa el sexo, en todo caso el sexo no apunta ni al goce ni al placer. Los mogólicos se mueven lentamente, pero no lentamente sino que se penetran más o menos agresivos, violentos y a distintas velocidades pero siempre con cierta actitud de desgano, como si fuesen turistas de un paisaje que se limitaran a contemplar sabiéndolo inútil y ajeno. Esa desafección es acaso la que pospone indefinidamente mi eyaculación.
     Pero también esa suspensión indefinida suele ocurrirme como actor. A pesar de haber actuado en tantas y tantas películas sólo recuerdo haber eyaculado una sola vez. Se llama “Los axiomas” y el director es Juan Reynoso. No sé, no me acuerdo qué fue lo que me hizo acabar pero seguro que la situación resultaba excepcional porque cuando me corro de la escena, yo mismo asombrado por aquello de lo que era capaz, la cámara de Juan me siguió hacia el sillón donde me senté tocándome el pene que lánguido me colgaba chorreando todavía algunas gotitas. Así me quedé sentado un buen rato, acariciándome la pija y mirando un poco lo que hacían mis compañeros. Cada vez que vuelvo a ver la película lo que me asombra es que nada cambia; mi cuerpo penetrando o siendo penetrado -su tonalidad, su energía y el modo de mostrarme-, no deja ver nada, ningún quiebre, ningún tránsito, que indique alguna diferencia con cualquier otra acción –tomar agua, descansar en un sillón, charlar y bromear con mis compañeros frente a la cámara.
     Nuestros movimientos repetidos hasta el cansancio dan la impresión de un trabajo fabril, el obrero frente a su máquina, el cuerpo automatizado y encastrado en un sistema de producción en serie. Lo raro, como espectador tanto como actor, es que lo que me calienta no son los mogólicos penetrándose sino la desaprensión con respecto a lo que hacemos, y sin embargo, a la vez, esa indiferencia es la que desactiva el aturdimiento porno y sostiene la sensación de flotar sobre mi propio deseo sin buscar consumación alguna.
     Todo el porno está obligado a sostener la contradicción de la literalidad de la que hablo: crear la fascinación del aturdimiento de la carne penetrada pero a la vez no permitir el hundimiento en la náusea de esa desnudez. La salida que el porno clásico encuentra es la de la humanización que viene a relativizar la nada de la carne. En éstas los porno stars pretenden salir de esa literalidad mirando cada tanto a la cámara y con ello interpelando de modo directo al espectador como diciendo “¿ves?, acá estoy yo, mi deseo, mi historia, mi persona, concéntrate en mi sufrimiento, dale atención a mi goce”, creyendo con eso poder alivianar el aturdimiento, correrlo de lugar, dejar atrás la carne agujereada para que todo se concentre en el rostro humano. Lo mismo sucede cuando los actores gimen, se dicen cosas más o menos obscenas, se miran entre ellos, retuercen el rostro en busca del signo en el que se pueda leer placer, terror, dolor (nadie quiere permitirse la pérdida, necesitamos algo que nos señale algún afuera de la animalidad, ese gesto, ese modo de gemir, una historia, un relato). Claro que la consecuencia es la burda farsa del porno. Nada puede escapar a la máquina del aturdimiento que hace que esos rostros mirando fijo la cámara mientras muestran la guasca recogida en la boca se deshagan en la sobreactuación insípida de lo humano. Por eso el porno clásico falla ahí donde lo que excita de una porno no es la humanización sino su regodeo con lo inhumano, porque todos saben que lo humano –esa promesa siempre incumplida- no es más que actuación.
     El porno comprende la ilusión y se exige cada vez más radicalizar el intento de revelar lo verdaderamente humano más allá de toda farsa sobreactuada. Que aparezca lo humano en el horror de la carne. Entonces se tiende al extremo hardcore, pedófilo, zoofílico, cada vez más y más hasta hacerse delito: filmar una snuff. Pero nada alcanza para borrar el fondo de ficción de lo humano, ni siquiera el descuartizamiento, la tortura o la muerte real pueden escapar. Cuando encontramos el fondo del pozo queremos seguir cavando hasta llegar al centro de la tierra porque nada nos alcanza para deshacer la farsa -la mujer que chupa la verga de un caballo, el viejo que se coge a un nenito, los psicóticos que mientras penetran a la mujer encapuchada le van amputando las manos, los pies, los brazos, las piernas.
     Pero, claro está, tarde o temprano se llega al núcleo ígneo de la tierra y entonces ya estamos quemados. Porque la mujer que le chupa la verga al caballo es eso, es una mujer que le chupa la verga al caballo, y la moladora con la que le cortan los brazos y las piernas a la mujer encapuchada es eso, una moladora, las piernas y los brazos amputados, una mujer encapuchada. Esto es lo verdaderamente difícil, que cuando un viejo cogiéndose a un nenito es un viejo cogiéndose a un nenito entonces la literalidad del porno ya no dice nada sino la redundancia por la que A es igual a A. Entonces ni siquiera hay porno. Sólo hay literalidad. Ese mundo ya no es humano, ese mundo es el mundo del psicótico (y sabemos, todos sabemos que un lugar donde el trabalenguas traba lenguas y el asesino asesina es mucho para cualquiera).
     La genialidad del porno down, al menos el que filma Juan, radica en que el modo de sostener el aturdimiento y posponer indefinidamente la consumación no es la búsqueda de la humanización de la carne sino la inhumanidad de los mogólicos. Los mogólicos escapan a la tautología A=A, nunca son lo que son, siempre significan otra cosa. En cuanto humanos no dejamos de ser animales, en cuanto animales no dejamos de ser humanos. Y si el rostro que humaniza el porno clásico siempre es farsa y la inhumanidad del animal hardore ya no es porno, la cuestión es el umbral entre lo humano y lo inhumano. Es el porno de Juan el que entiende que ese umbral es el mogólico.
     Ahí donde todo se vuelve farsa, lo que el arte de Juan comprende es que el mogólico es una metáfora del porno, pero no tanto una metáfora sino más bien el pliegue por el que el porno se vuelve sobre sí mismo. En sus películas la cara del mogólico es porno, más que porno, de alguno modo viene a concentrar todo el porno en un solo punto. Hablo del rostro de los mogólicos en el que la carne va desdibujando, borrando o deformando los rasgos humanos, hablo del efecto de aturdimiento por el que se pierde la posibilidad de identificar claramente las coordenadas de los ojos, la posición de la boca, dónde comienza y termina la nariz. Lo que en nosotros parece inocencia es el efecto que ese lento borramiento de los rasgos humanos va produciendo. Somos inocentes porque somos anónimos e indiferenciables. Se ve inocencia pero lo que se omite es el trabajo de la carne, lo que se omite es la tragedia de cómo lo que queda de humano se va haciendo nada.
     Por eso, si el porno es la lucha por sostener lo humano sobre el fondo de aturdimiento de la carne, lo que las películas que Juan filma con nosotros viene a mostrar es que no sólo se trata de revelar el dramatismo de la promesa siempre inconclusa de lo humano, no tanto aceptar el fracaso de esa búsqueda, no sólo mostrar lo humano como ya siempre perdiéndose, sino fundamentalmente hacer del porno un arte autónomo. Creo que eso es lo que logran el arte de Juan y su ojo sobre lo que hacemos: asumir la imposibilidad de salir del aturdimiento de la literalidad, olvidarse del sueño humanista, y con ello abandonar todo gesto que apunte a una entidad externa -sea el espectador, sea lo real- para profundizar el aturdimiento, hacerlo plegar sobre sí mismo y funcionar como una máquina en el vacío que busca infinitamente nombrarse a sí misma. Eso, autonomía del porno, liberarlo de toda finalidad, mostrarlo como un medio absoluto sin interpelación ni promesa. Filmar mogólicos viene a mostrar una ontología, como si se descubriera en la desaprensión del mogólico y en la inhumanidad de su rostro no un lenguaje sino el modo de nombrar la ontología porno de la carne. Ese vacío, ese aturdimiento.
     Lo mismo me pasa con la muerte, es más, digo todo esto, hablo de la farsa del porno, de la humanidad y la inhumanidad, sólo para poder entender mejor qué sucede cuando alguien como yo se entera que va morir en unos días. Fue raro porque cuando el doctor habló de mi tumor cerebral y del poco tiempo que me quedaba de vida lo único que me fue quedando claro es que mi muerte funcionaba en relación a mí mismo como los mogólicos con respecto al porno.
     Mi muerte se volvía autónoma, sin importarle ni relacionarse con mi humanidad ni con la humanidad en general sino en la forma de la indiferencia. No la vulgaridad de que a la muerte no le importe el hombre, sino que la relación del hombre con su propia muerte es siempre farsa y actuación histérica.
     Pero es difícil porque al igual que el porno down, mi muerte y nuestra muerte se nos juega entre los extremos de la verdad y la falsedad, entre lo humano y lo inhumano, entre el histérico que sufre lo que pierde y el psicótico que ha perdido hasta su propia muerte, cuando acaso no se trate ni de uno ni de otro sino de vivir la muerte como los mogólicos actuamos en las porno de Juan. Como un animal contento, como un animal satisfecho que ha aprendido a recorrer los vericuetos que entre la verdad y la falsedad abre el espacio de la ficción mezclándolo todo sin importar quién, cómo y dónde es el que muere.
     Pensaba que así como las porno en las que yo mismo actuaba podían mantenerme en el umbral del aturdimiento de la carne, sin necesidad de consumarlo en una paja definitiva pero a la vez sin perder el nivel de flotación en la viscosidad del deseo, podía yo mismo vivir mi propia muerte sin reducirla a mí mismo ni a ninguna humanidad histérica en mí, pero sin perder a la vez el goce de mi descomposición. Pero para eso hay que volverse mogólico, y aunque la muerte nos haga a todos un poco mogólicos, aprender a perder lo humano sin transformarnos en psicóticos es verdaderamente difícil.  

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